domingo, 7 de septiembre de 2008

Siglo XXI: NUEVO RETO PARA LA HUMANIDAD

Físicos y Biólogos llamaron al siglo XX como el siglo de la física cuántica o la biología molecular. De una u otra manera la física cuántica y la biología molecular han sido fundamentales y pueden haberse llamado revoluciones, de las nuevas tecnologías electrónicas de la comunicación o los impresionantes avances registrados en el terreno de la ingeniería genética. Otros han defendido al siglo XX como el siglo de los derechos humanos y el siglo de las mujeres.
Pero no menos cierto, deja de ser que el siglo XX siendo testigo de la Declaración Universal de 1.948 y ha tenido que sufrir al mismo tiempo una de las más terribles y masivas violaciones de derechos humanos, como lo habrán de recordar por los siglos de los siglos venideros esas tragedias como fueron Auschwitz, el Gulag o Hiroshima y otras catástrofes acaso no tan significativas impresionantes, pero, constantes a lo largo de este pasado siglo verdaderamente atroz para la humanidad.
Esta paradójica existencia nos coloca a finales de la primera década del siglo XXI sin respondernos todavía sobre que fue lo que nos motivó y por qué luchamos y que logramos. Ciertamente, hablar de derechos humanos es referirnos a los derechos fundamentales; pero como pudo la humanidad suscribir tantas declaraciones, convenciones, tratados y pactos en defensa de la libertad, la igualdad y la dignidad del ser humano y erigirse simultáneamente en la mayor depredadora, hasta de su propia especie? Si observamos bien, lo primero que merece decir en rigor es que los supuestos derechos aún no son derechos porque no sido recogidos en los textos legales de algún ordenamiento jurídico, sea a nivel nacional o internacional bajo las reglas que los hacen exigibles y coercitivos. Aparecen recogidos en las Constituciones de buen número de Estados contemporáneos, como el nuestro; e igualmente en la Declaración de la ONU de 1.948 y en los diversos Pactos de Derechos firmados desde entonces por los Estados miembros de esa Organización, como los Pactos de Derechos Civiles y Políticos o de Derechos Económicos, Sociales y Culturales relativos, respectivamente, a los llamados “derechos de libertad” o “derechos de” -el caso, por ejemplo, de las libertades de expresión o de asociación- y “derechos de igualdad” o “derechos a” -el caso, por ejemplo, del igual acceso a la atención de la salud o la educación-, y otros. Esta observación nos lleva a contar con derechos claramente declarativos, pero que no existen porque no se cumplen, aunque favorecen de paso a la humanidad entera. En el XXI, estamos como ocurrió en la América del Norte anterior a la Independencia o en la Francia anterior a la Revolución del siglo XVIII, donde tales derechos no existían pero eran invocados como si existieran por independentistas y revolucionarios. Y así ocurrió también en muchos países durante el siglo XX, como de nuevo sin ir más lejos en la España de la dictadura franquista, donde los derechos humanos eran invocados como si fueran auténticos derechos por la oposición al Régimen pero sin que éste, pese a la condición de miembro de la ONU del Estado Español, se hubiese tomado nunca la molestia de reconocerlos ni recogerlos en ningún texto legal, a no ser de manera caricaturesca en el denominado Fuero de los Españoles que oficiaba como “Ley Suprema”, esto es, como remedo de una Constitución.
Antes, pues, de cualquier positivación jurídica, es decir, antes de ser derecho positivo, los derechos humanos serán sólo, y no es poco, aspiraciones o más exactamente exigencias morales -exigencias morales de libertad y de igualdad, en suma la lucha de recibir un trato acorde con la dignidad humana- que individuos y grupos de individuos desearían ver jurídicamente reconocidas, esto es, convertidas en derechos sin otra razón para exigirlo así que su simple condición de seres humanos (como tantas veces se ha recordado, las pancartas portadas por los seguidores de Martin Luther King en la lucha por el reconocimiento de los derechos de la población negra de su país que rezaban “I am a human being”: “Soy un ser humano”; y es que, si bien se mira, ¿cómo cabría negar su condición humana a quienquiera que sea capaz de afirmar por sí mismo que la posee y esté dispuesto a luchar, e incluso a morir, por demostrarlo?.
Ello no descarta el valor y la eficacia probada de los derechos humanos como un arma reivindicativa, y que debemos seguir haciendo uso, pero con la conciencia de que en su vigencia declarativa demuestra que el ordenamiento jurídico nacional, regional e internacional no ha incorporado objetivamente estos derechos, y ellos siguen siendo banderas, mientras la hambruna se mantiene a alto nivel, la pobreza y la desigualdad social son realidades insoslayables; y menos que eso el derecho a la vida de millones de seres humanos está permanentemente en manos de unos pocos que convierten al derecho y a los derechos humanos en una reafirmación del ejercicio de la dominación, del exterminio, de la discriminación, de las desigualdad social más abyecta.
Las “utopías” se dispersan y se alejan, como la línea del horizonte cuando avanzamos hacia ellas, precisamente en la medida en que tratamos de alcanzarlas. Esto pudiera aclararnos que no pretendemos confundir el derecho y los derechos humanos con la moral, la religión y ni siquiera con el derecho natural; pero históricamente puede comprobarse que las utopías sirven para relacionarnos con la inteligencia y el ejercicio de la razón, en la permanente búsqueda de lo más adecuado para la felicidad y en el marco del derecho, lo más cercano a la justicia.
Conviene establecer la distinción que existe a este respecto entre la “condición humana”, sobre la que descansa la índole peculiar de los derechos humanos y la “naturaleza humana” que acabamos de desechar como su fundamento. La segunda es una categoría biológica que nos iguala como nos diferencia de los animales, mientras que el de condición humana es un concepto sociohistórico que -lejos de estar dado de manera natural- ha habido que construir trabajosamente, a lo largo de los siglos, en diferentes épocas y diferentes sociedades. De la condición humana no se consciente en la sociedad esclavista de la Antigüedad (que no hubiera podido hacerla extensiva a todos los seres humanos, pues los esclavos se habrían hallado excluidos de su disfrute) ni tampoco en la sociedad teocéntrica de la Edad Media (donde la autonomía de los sujetos morales habría tenido forzosamente que supeditarse a los Mandamientos heterónomos de la supuesta Ley de Dios), de suerte que nuestro mundo occidental no acabaría de acceder a una noción cabal de la misma sino con la Modernidad (por expresarlo abandonándonos a un cierto etnocentrismo imposible de evitar y del que, en cualquier caso, es menester cobrar conciencia para poder pasar luego a hacer algo en orden a superarlo). Es decir, aquella noción cabal de condición humana presupone -por lo menos, repito, en Occidente- una ardua travesía desde el Renacimiento, pasando por la Reforma, hasta la Ilustración, que fue justo el momento, en el que nace “el derecho humano”, lo que podríamos llamar ahora la invención de los derechos humanos. Una expresión esta última, la de “invención de los derechos humanos”, que hay que tomar completamente en serio y, por así decirlo, en su sentido literal.
Lejos de ser derechos naturales, los derechos humanos han podido ser caracterizados como “uno de los grandes inventos de la Modernidad” y entre sus manifestaciones está el invento del telar mecánico o el de la máquina de vapor, inventos éstos estrictamente contemporáneos del Bill of Rights o Carta de Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1.776 o de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea de Francia de 1.789, tal y como la Revolución Industrial sería asimismo contemporánea de esas revoluciones políticas que fueron la Revolución Norteamericana o la Revolución Francesa.
Pero los derechos humanos no sólo han sido un invento de los seres humanos sino que éstos, además de inventarlos, han tenido que ser instaurados. Volvemos a afirmar en otros términos que tras las Cartas y Declaraciones de Derechos, en las que se materializa la clásica Teoría del Contrato Social, se ha requerido que concurra un amplio consenso moral de los miembros de la sociedad acerca de una serie de valores compartidos entre los cuales pueden ser atraídos al debate la permanente propuesta revolucionaria. Y semejante consenso, o el contrato levantado sobre él, habrá a su vez sido el fruto de la autodeterminación del pueblo soberano de los países donde tales Derechos se promulgaban o, más exactamente, de los integrantes individuales de ese pueblo, puesto que, en última instancia, la autodeterminación de los colectivos -como los pueblos, las naciones y demás- pasa inexcusablemente por la autodeterminación de los individuos que los integran. Además de la conquista por las clases asalariadas de sus derechos civiles y políticos (los llamados “derechos humanos de la primera generación”), el siglo XIX y parte del siglo XX hubieron de presenciar también buen número de revoluciones obreras y campesinas -desde la de la Comuna de París de 1.871 a las Revoluciones Rusa y China propagadas bajo el signo del comunismo a lo largo de la pasada centuria, amén de las más moderadas, pero quizás por eso también más perdurables, luchas sindicales de inspiración anarquista o socialdemócrata que prosiguen en nuestros días-, todas ellas directa o indirectamente inductoras de la consolidación de los derechos económicos y sociales (los llamados “derechos humanos de la segunda generación”) de los trabajadores, así como de la generalización de los beneficios de los sistemas de seguridad social en mayor o menor medida maneja al incremento de la prosperidad en los países desarrollados. Y se necesitó una cruenta Guerra de Secesión para que la Constitución norteamericana reconociera en el siglo XIX los derechos de los antiguos esclavos negros, derechos cuyo pleno disfrute -cosa ciertamente distinta de su mero reconocimiento legal- no se produciría hasta un siglo más tarde, ya en la segunda mitad del XX, después de que los pueblos colonizados hubieran conquistado su independencia y, con ella, sus derechos culturales (los llamados “derechos humanos de la tercera generación”, como el derecho a la propia lengua y demás elementos constitutivos de la identidad de su cultura), derechos que desde las colonias pasaron luego a ser reivindicados, dentro de las respectivas metrópolis, por las minorías marginadas, esto es, excluidas una vez más en sus correspondientes sociedades, como en el caso, por ejemplo, de las minorías étnicas, pero también, por extensión, de otras muchas minorías, desde minorías religiosas a las de género o preferencia sexual entre otras.
Como se desprende de la historia de la lucha por todos esos derechos, lo verdaderamente relevante en ella no parece haber sido tanto el consenso acerca de la justicia del reconocimiento de los mismos cuanto el disenso ante la injusticia de su falta de reconocimiento, disenso protagonizado en cada caso por los individuos y grupos de individuos (burgueses, trabajadores, pueblos colonizados, minorías metropolitanas.
Podemos afirmar que si la Justicia, como antes se dijo, no es de este mundo sino utópica y nadie ha visto jamás su faz completa, las injusticias en cambio de este mundo son inmediatamente perceptibles y todos podemos conocer de manera inequívoca su rostro, pero especialmente quienes las padecen, lo que les legitima y por añadidura nos legitima a los demás para tratar de erradicarlas. Pero de la sucesiva conquista de los derechos que hemos visto -derechos de la primera, la segunda y la tercera generación, a los que hoy se añadiría una cuarta generación de derechos humanos representada por los derechos medioambientales, como el derecho a un agua o un aire no contaminados- no debieran extraerse conclusiones ingenuamente progresistas.
A diferencia del progreso científico y tecnológico, que -de no ser por nuestro mal uso del mismo y sus posibles consecuencias catastróficas, como en el caso de un desastre nuclear- no dará por sí solo marcha atrás ni nos devolverá a la barbarie de la Edad de Piedra, el progreso en el ámbito de los derechos humanos está lejos de ser irreversible y todo lo conseguido en varios siglos se puede desandar en poco tiempo, como sobradamente lo demuestran las bárbaras matanzas producidas en las guerras que han tenido lugar en el planeta desde 1.948.
Hermanados por nuestra naturaleza y condición humana, los que resulta más relevante en la vida social son los conflictos a la distribución de los víveres disponibles, al abastecimiento de los distintos tipos de servicios, etc., etc., etc.-,
Por expresarlo de otro modo, Kant sería hoy un decidido partidario de las Naciones Unidas, de las que no en vano fue su opúsculo un precursor. Pero Kant reconocería asimismo que las Naciones Unidas actuales se hallan ciertamente muy lejos del modelo que él tenía en mente. La ONU u Organización de las Naciones Unidas tendría por cometidos principales la protección de los derechos humanos y la preservación de la paz en el mundo, cometidos no siempre compatibles entre sí, puesto que en ocasiones el primero impone a la Organización su intervención armada en este o aquel punto del planeta. En cuyo caso la estructura de la misma comienza a descubrir sus grietas.
Hay ocasiones en que una intervención urgentemente necesaria en una zona del globo puede llegar a verse bloqueada por la interposición del veto de una de las grandes potencias en su Consejo de Seguridad, mientras que, en otras ocasiones, algunas de esas potencias pueden urgir en tal Consejo una intervención innecesaria o contraproducente antes de que el pleno de la Asamblea General llegue a reunirse a tiempo de revocar dicha resolución. Lo que aún es más, tampoco faltan ocasiones en las que las resoluciones de la Organización tienden a maquillar con posterioridad lo que en principio fueron decisiones unilaterales de la potencia hegemónica, la cual, junto con sus adláteres, ha llegado incluso otras veces a realizar intervenciones bélicas al margen de las Naciones Unidas, cuando no desoyendo impunemente sus recomendaciones en contrario. Los vetos sobre la cuestión de Palestina, la guerra del Golfo, los bombardeos de Serbia durante el conflicto de Kosovo o el curso de los acontecimientos en Afganistán y países vecinos servirían para ilustrar, entre otras ilustraciones posibles, los casos que se acaban de mencionar. Contra el pronóstico de Kant, y desde luego contra sus deseos, el mundo presenta hoy una configuración más o menos imperial, lo que evidentemente dificulta su configuración en un futuro como una auténtica Liga o Sociedad Confederada de Naciones. Mas, comoquiera que ello sea, de las Naciones Unidas hay que decir hoy día que aunque estén lejos de constituir una condición suficiente para la protección de los derechos humanos y la preservación de la paz a nivel mundial, constituyen al menos una condición necesaria de una cosa y otra.
Solamente desde una perspectiva cosmopolita nos permitiría levantar el vuelo, pero sin renunciar a las raíces. Y es estar enraizado, pero sin dejarnos por ello recortar las alas. Que es la única manera en que los seres humanos, y no tan sólo sus derechos, podrían llegar a ser verdaderamente humanos, esto es, tales que nada humano les sea ajeno.
Pero, dejando la última palabra a los individuos, sólo en ellos encarna esa común condición humana que trasciende a las etnias y a los territorios, a las culturas y a las civilizaciones; y sólo de ellos cabría, pues, esperar, a través de su lucha en pro de los derechos humanos, que semejante condición común acabe por prevalecer sobre las discriminaciones étnicas o territoriales y las hostilidades culturales o civilizatorias.
Y de los individuos, si de alguien, ha de partir también el impulso inicial para ascender, peldaño tras peldaño, en la empeñosa y secular tarea de construcción de la cosmópolis.
Mediante este Blog les invito pues a intercambiar ideas sobre esta materia en una perspectiva de defensa y promoción de la vida.
Parece necesario revisar la propia crisis que envuelve el conocimiento científico y asumir sin recelo la tendencia autodestructiva que asumen los dirigentes del globo, sin tomar en cuenta que en él vamos todos. El reto de las mayorías es romper con cualquier esquema que justifique la dominación de una minoría, aunque el esquema de dominación se haga en nombre de todos.

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